Abrir un
libro de poesía es, siempre, asomarse a la intimidad de un espíritu humano. A
medida que leemos, que espigamos, que buscamos el momento del encuentro, vamos
imaginando la posible afinidad de ese espíritu con el nuestro. De un modo
curioso, pero evidente, esa afinidad de espíritus, cuando sucede, no se parece
mucho, o no se parece necesariamente, a la simpatía o a la confluencia de admiraciones
y expectativas que suele llevarnos a la amistad. Bastaría esto para demostrar,
acaso, la validez de la antigua distinción entre “alma” y “espíritu”. Que el
autor sea un contemporáneo nuestro o que haya vivido hace quinientos años, que
sea argentino o croata o un romano de los tiempos de Julio César, no tiene
mayor importancia en materia de afinidades espirituales. En diversos momentos
de mi vida he sentido una profunda intimidad con un poeta español del siglo xvi, Garcilaso de la Vega. Sentía, y
todavía siento, que sus versos me expresan de un modo incomparable; que me
expresan, sin duda, de un modo más preciso y vibrante que todos los que pueda
trazar mi propia mano. Y sin embargo, es muy poco probable que Garcilaso y yo
hubiéramos podido ser amigos, si el destino hubiese querido que compartiéramos
la misma época. Sin ir más lejos, él era un militar a las órdenes del emperador
Carlos V y yo trato de ser pacifista y no quiero seguir órdenes de nadie. A la
inversa, el hecho de que Stella Maris Ponce sea mi coetánea y mi amiga no es
algo decisivo a la hora de acercarme a su escritura. Y es que en el acto de
escribir hay algo misterioso. No, por supuesto, cuando escribimos por alguna
obligación (académica o de cualquier otra índole), sin cuando lo hacemos por
íntima necesidad, por un recóndito y casi secreto amor, en retiro, en soledad y
en silencio.
Esta
es para mí la primera de las virtudes de la poesía de Stella: la de hacer
silencio en torno. Ya en el primer poema de este libro se siente ese ámbito de
recogimiento en que se abre paso la palabra poética. Llega, sin apenas
anunciarse, y cae suavemente, como la nieve:
cada nota blanca
cae suave y se interna
en la tierra de cada uno
es como si nevara
Importa
saber que este primer poema se titula “Spiritual”, con la doble significación
que claramente tiene también la palabra en el título del libro; es decir, como
referencia a un género de música que nació entre los esclavos del sur de
Estados Unidos en el siglo xix, y
como alusión a ese reino aparte, distinto, exento y libre, del que hablábamos
al comienzo. Bien podemos pensar que este título despliega otras sugestiones;
que también cada uno de nosotros puede, de tanto en tanto, sentirse esclavo, al
menos de su circunstancia, aunque no con la dureza de aquellos hombres, mujeres
y niños del Sur. Y sentir también, como ellos, que el espíritu representa la
única libertad posible en este mundo de libertades condicionadas. Y que el
espíritu sólo se expresa, sólo ocupa su lugar, en el canto, en la poesía. Un
reino de extrema soledad, y que, sin embargo, permite alcanzar esa palabra que
puede ser comunión con otros seres, alejados en el tiempo y en la geografía, o
incluso, ausentes ya y sin retorno, por el incansable fluir del tiempo y por la
ceguera de la muerte.
Y
no digo esto por capricho, sino porque una de las notas presentes en este libro
es el sentimiento elegíaco: hay en varios de estos poemas una evocación serena
y una emoción contenida, pero empeñada, como en toda elegía digna de ese
nombre, en el rescate del ayer que todavía (todavía) vive. Para esas cosas,
para ese mundo perdido, el poema es un refugio. Un refugio que aspira a la
intemporalidad: a esa intemporalidad que es la certeza, o quizá la ilusión, del
presente. Así:
Abuelos
Mi abuelo Jacinto siempre me robaba la nariz.
Se acercaba, colocaba los dedos uno a cada
lado
y se la llevaba. Enseguida sonreía desde
lejos
y me decía: mirá, acá está tu nariz, y
exhibía
el pulgar entre el índice y el mayor.
Y yo, asustada, llevaba mi mano a la cara
para hacerla aparecer otra vez.
Después de este sobresalto con juego incluido
todo seguía igual, él se iba a la plaza y yo
volvía
con abuela Lidia al sillón azul donde
tejíamos,
mientras la voz del Diario Oral, desde la
radio,
llenaba el patio y la tarde.
Stella
ha logrado en estos versos traernos de regreso un tiempo que de otro modo se
perdería; y lo hace con llaneza, sin alardes, con un decir que parece la
palabra misma de la niña, recordando desde dentro de la mujer de ahora; nada
mejor puede esperar una poesía, que el milagro de darle palabras al niño que
todavía, que siempre, vive en nosotros. La misma nota elegíaca, pero
entretejida ya con una reflexión sobre el origen del canto, aparece en un poema
que se titula, con palabras de William Blake, “Cantos de inocencia”; evoca allí
el momento de la niñez en que su madre le lavaba el pelo y ella le pedía (dice)
“un rodete alto, alto / lleno de espuma blanca / que a veces caía por el cuello
hasta la espalda / como un manto de novia”. Después, la niña corría al espejo y
allí veía, en su pelo lleno de espuma, nubes, copas de árboles, nidos y
pájaros, ramilletes de flores, todo eso que estaba ya en ella saludándola e
incitándola a la poesía:
saludándome ya desde entonces
entre los bordes biselados
y mi voz nombrándolas
escribiéndolas en el aire
en ese canto que aún permanece.
Stella,
cuando quiere, esconde el duelo de vivir bajo artificios que, con alguna
licencia, podrían calificarse como barrocos; así, en el poema titulado “Aguas”,
hay una doble figuración de gotas que bajan hasta la boca: primero son gotas
que bajan de los ojos (el poema no necesita decirnos que son gotas de llanto);
luego, gotas que bajan desde el cielo lejano, tomando los ojos como límite el
horizonte del mar; y todas se reúnen, al llegar a la boca, en el mar interior;
el poema busca su sentido en la sorprendente comprobación de que todas las
aguas del mundo son una sola, y que las que circulan en la sangre por nuestras
venas, las que se asoman a nuestros ojos cuando lloramos, son las mismas que se
agitan en nubes de tormenta y que dentro del mar socavan, como dijo un poeta
antiguo, los cimientos de la tierra. Solo que en la poesía de Stella, de modo
característico, todo sucede en una gran calma, en una mansedumbre detenida y a
la vez trémula, como la de unos pies descalzos que caminan sobre el suelo; un
suelo que es (dice) “voluptuosa incertidumbre / más que tierra segura”. Y así
es: hay un temblor debajo de estas líneas de apariencia tranquila, y es ese
temblor el que invita al lector a indagar el sentido que pugna por asomarse a
las palabras.
Me
parece importante que Stella no se aferre a ningún prejuicio, que no les tenga
miedo a los motivos tradicionales de la poesía, sin que tampoco la asuste, por
otra parte, tomar como punto de partida otra obra de arte. Uno de esos motivos
tradicionales es el espejo, que da lugar a este verdadero autorretrato:
Miro mis ojos en el espejo.
No hay señales. Ninguna forma de la gracia
que revele con dulce canto
cómo se regresa de la incertidumbre
cómo se presiente en medio del vacío
el borde de un camino.
Perdida la mirada, perdidos los pasos
un ciego sin bastón a la espera de un
lazarillo
o de alguna forma de la gracia
que diga al oído la canción necesaria.
Miro más allá de mis ojos
y asoma un brillo antiguo
-nacido quizá en el principio de los días-
para que al fin yo me encuentre.
Notemos
cómo aparece, al final de estos versos, aquel sentir elegíaco del que hemos
hablado; sólo que aquí no se evoca a un ser querido y perdido, sino a la
persona que uno mismo fue, y que todavía espera, como por debajo, o como dice
Stella, desde más allá de los ojos que nos miran en el espejo, el cumplimiento
de la infinita promesa que la existencia le hace a cada uno – y que rara vez se
toma el trabajo de cumplir.
La
introspección, a veces, llega a la concisión del epigrama; así esta brevísima y
cristalina composición, que parece tallada como una amatista, donde se lee:
Cercada por la vida
no por la muerte
estoy
y es un encierro
que reverdece murallas
domestica.
Yo
quisiera detenerme en estas palabras; no porque no sean perfectamente claras,
sino porque su concisión, su desnudez extrema, invita a la exégesis. Ante todo,
que sea la vida y no la muerte la que nos cerca, la que nos limita y restringe,
nos pone frente a una de las claves más viejas de la existencia; quizá sea
lícito recordar a José Hernández, que hablaba de cómo, en nuestra circunstancia
cotidiana, el problema no es pensar en la muerte, sino soportar la vida. Y
luego – dice Stella – ese encierro “reverdece murallas”; murallas, podemos
pensar, que están vivas, que no son meras acumulaciones de piedra y cemento,
porque se dice que reverdecen y no que se fortalecen o que aumentan. Y ese
encierro – aquí viene lo triste, lo dramático – “domestica”. Es obvio que
denunciarlo ya es un modo, siquiera incipiente, de rebelarse contra él, de
rechazar la pesada y constante domesticación.
La
poesía aparece, así, no sólo como un refugio y como un descanso, aunque este
sea a menudo el anhelo más puro y neto. También está el conato, contenido pero
bien vivo, del vivir propio, del desajuste aceptado que implica ser uno mismo.
No hace falta que el poema lo diga con estas palabras; a veces la imagen es la
encargada de decirlo, no sin la ironía que corrige, a modo de arrepentimiento in extremis, el arrebato. Así en el
texto titulado “Isla del Cerrito”; dos amigas caminan juntas por esa isla
fluvial:
caminamos, sembramos
semillas de palabras
contemplamos, detenidas,
un patio pequeño cubierto por la enramada
una gallina y los pollitos en la heredad
abierta de la casa donde todo se pierde
salvo el rojo rabioso de las estrellas
federales
insertadas en el alambrado como estampitas
Uno
puede sentir cómo la madurez de la pluma que escribe (esa madurez que prefiere
la resignada sonrisa al grito crispado) aparece en el final; de otro modo, el
rojo rabioso de las flores que no son flores, y que evocan la derrotada enseña
federal, deberían culminar en una rebelión que pudiera resultar, quizá,
inverosímil. Por eso el poema se va remansando en un silencio crepuscular, en
un regreso sosegado y pleno de presencias:
el silencio nos envuelve
volvemos
las palabras van cayendo en un lecho oscuro
cargadas volvemos
como hormiguitas
traemos hileras de nombres
y las cosas van quedando atrás
despojadas de su casa
en el corazón de la isla
habrá que buscarles abrigo
en algún poema.
El
poema que acabo de leer parcialmente, junto con otros, implica un motivo
también tradicional y siempre vigente: el viaje. El yo poético busca otros
lugares desde donde mirar el horizonte. El mar, por ejemplo, o la confluencia
de dos grandes ríos, o una casa de Brasil donde hay una artista pintando un
cuadro, o un noveno piso en la gran ciudad, o finalmente (y digo finalmente
porque siento este viaje como una culminación) en la casa natal de Juan L.
Ortiz, en Gualeguay. Desde luego, el viaje no es un motivo de distracción, sino
de reencuentro; así:
Viajar al centro de la provincia
o al centro de uno mismo. Los sentidos
se adormecen. La tierra va entrando
con los caminos...
En la vieja casa del poeta habita
también, y parece haber estado esperándola desde siempre, el territorio amado
del ayer, imaginado a través de los ojos marchitos y alegres de aquel místico
contemplador de los atardeceres:
¿Qué dirán las hojas de esta parra
detenidas en un ayer sin tiempo
de tu mirar diario sobre las ramas?
Porque
ese mirar diario no era tan diferente del nuestro; era, como el nuestro en los
mejores instantes, el mirar amoroso de quien contempla todas las cosas como por
última vez. Así es como la poesía brota, no de las cosas, sino – dice Stella –:
desde adentro, hacia donde van las cosas
y desde donde vuelven las cosas:
esa casa natal del cuerpo
que también tiene su red de sangre
y nos salva del vacío
y donde la vida, la escritura, la poesía
son una misma intemperie sin fin
elegida y habitada humildemente.
“Elegida
y habitada humildemente”, en efecto, la vida y la poesía son una victoria. No,
es claro, de las que el mundo festeja en sus pantallas; una victoria íntima y
perfecta, la de alcanzar la palabra pura que nos representa ante otros, que
pueda sobrevivirnos en la mirada de otros, que pueda recrearse y vivir en
otros. Pues como escribía Saint-Exupéry, al evocar su primer vuelo nocturno
sobre las llanuras argentinas, cuando contemplaba desde su avión esa noche sin
bordes en la que brillaban, muy de cuando en cuando, algunos fuegos como
ínfimas estrellas en la inmensidad: “Hay que tratar de reunirse. Hay que probar
a comunicarse con algunos de esos fuegos que brillan de tanto en tanto en la
llanura”.
Y
eso es precisamente escribir; eso es lo que hace quien le permite hablar, de
tanto en tanto, al espíritu, en el canto.
A. B.