Los spirituals nacieron en las
plantaciones donde los esclavos negros eran explotados en jornadas
interminables y extenuantes. Sin embargo, no solo eran cantos de lamento.
Estaba el lamento sí, pero también la celebración, la fe, la dicha. La poesía
de Stella Maris Ponce reúne también, como esos cantos desgarradores y hermosos,
emociones ambiguas y complejas, como si nos dijera que el dolor siempre
contiene un pequeño brote de alegría, desde el cual habrá de crecer y
manifestarse. Y viceversa. Emma Goldman, la célebre anarquista lituana,
escribió: “Si no puedo bailar, tu
revolución no me interesa”. Los spirituals son cantos que llevan en sí un
núcleo de desobediencia: dicen lo que los oprimidos tenían prohibido decir,
expresan el pesar pero –y esto es lo verdaderamente revolucionario- también la
dicha de la pura existencia humana. Son la prueba de que es imposible encerrar
el espíritu de lucha, la rebeldía, la fuerza vital de una persona, aunque se la
intente humillar, reducir a su mínima expresión, aniquilar. Dice Ponce en un
poema: “en otro lugar alguien escribe por
mí/el grito/ que hace falta” Eso hacen los spirituals, eso hace la poesía,
escribe por nosotros el grito que hace falta. Escribir poesía es ser hablado
por los otros, por las zonas desconocidas de uno mismo, por las voces que hemos
escuchado, por las que han quedado impregnadas en nosotros y a través de
nosotros reverberan para ser escuchadas. La poeta dice también: “Escribo./ Otro temblor acecha/ la
respiración/ Entro y salgo de mí.” En este libro, Stella Maris Ponce entra
y sale de sí misma, entrelazando esos cantos centenarios nacidos en una tierra
lejana con las historias próximas, las de la propia infancia, los encuentros imprevistos y entrañables, el
resplandor intenso de los paisajes amados: “caminamos,
sembramos/semillas de palabras/contemplamos, detenidas/un patio pequeño
cubierto por la enramada/una gallina y los pollitos en la heredad/abierta de la
casa donde todo se pierde/salvo el rojo rabioso de las estrellas
federales/insertadas en el alambrado como estampitas”. La escritura misma
es, también, uno de los grandes temas de este libro: esas semillas de palabras que, en medio de la experiencia sensible con
las cosas del mundo, empiezan a encontrar su pequeña, humilde porción de tierra
fértil, la proporción justa de luz y oscuridad para lanzarse a crecer. En el
mismo poema, escribe “el silencio nos
envuelve/volvemos/las palabras van cayendo en un lecho oscuro/cargadas
volvemos/como hormiguitas/traemos hileras de nombres/y las cosas van quedando
atrás/despojadas de su casa/ en el corazón de la isla/ Habrá que buscarles
abrigo/en algún poema”. El poema, entonces, como el canto, es el lugar
donde darle abrigo a las voces que nadie escucha, a las cosas hermosas que
hemos perdido, a los seres que queremos recordar. Su tiempo es un tiempo suspendido: ni entonces ni ahora. El
tiempo en que nada había empezado todavía a marchitarse, el tiempo al que es
posible regresar encontrándolo todo intacto: la poesía, como el canto,
embellece lo que toca. Dice Bachelard: es
necesario embellecer para restituir. Es decir, la belleza que la poesía y
el canto le otorgan a las experiencias no es superficial, no se trata de un
adorno sino –nada menos- que de una manera de recuperar aquello que de otra
manera estaría perdido para siempre: sólo transformado por la belleza, el
pasado puede retornar, transformado en música, en palabras intensas y leves
como el viento que se levanta antes de las tormentas.
Spirituals, de
Stella Maris Ponce, es un libro delicado y conmovedor, capaz, como el spirituals
mismo, de enlazar las fibras dañadas con las que permanecen sanas, de convertir
en celebración aquello que en su origen fue tristeza, de hacer oír, en medio
del más frío y desalentador silencio, la fuerza de esas voces que cantan a coro
melodías hermosas, sostenidas en la única riqueza que les queda, la más rara y
preciosa: la esperanza.
Claudia Masin.